domingo, 20 de diciembre de 2015

Alimoches, mallos y curanderas

Alimoches, mallos y curanderas

      Desalentado por su mala suerte, Ramón entró cojeando en la pastelería de Ayerbe. Atestiguó visualmente la variedad de repostería y dulces que había tras el mostrador, se dirigió trabajosamente hasta el fondo y tomó un taburete pensativo. Finalmente, pidió café descafeinado de máquina acompañado de un biscuit azucarado. A su lado, yo empecé a sorber con serenidad y fatiga acumulados el mío, recordando el aliento dulce de los arizones, bojs y robles que había permeado la brisa fresca del mediodía mientras desfilábamos por la cresta de los Pepes.



Habíamos pasado el día juntos. De mañana, habíamos presenciado cómo la solemnidad de Guara crujía por la desesperación de un mallo con silueta de tortuga tratando de desenclavarse de su mole, y aun cómo los alimoches olvidados desde hacía mucho tiempo aparecían por donde menos los esperábamos y se nos aproximaban en un coletazo turbulento de su vuelo a menos de un par de metros, mediante un acto que a mí me pareció casi místico y que me hizo contener la respiración. Emocionado por la consternación de los acebos que, crecidos ente la grieta de los mallos, hicieron estirar sus ramas hasta la exasperación de su savia, habíamos descendido poco antes un estrecho desmedrado que a mí me dejó doloridos los dedos de los pies. Pero no traté siquiera de comprenderlo, entregado por entero a la sierra con la abnegación de un aprendiz renovado, paseando por las crestas sin hacer caso de nada, movido por una especie de fascinación que se interrumpió bruscamente y fue sustituida por un miedo constructivo cuando descendía por el paso de las clavijas.



Pero ahora, el tintineo agudo de la cucharilla repiqueteando contra la taza del café de Ramón me devolvía a la realidad. Lentamente se detuvo. Ramón me miró, y sus ojos, postrados de un presentimiento y un desamparo remotos desde el momento en que su pie derecho pisara en falso provocándole un esguince cuando apenas faltaban doscientos metros para regresar a mi coche, destilaron una preocupación que me mantuvo alerta.
-Necesito harina y huevos – dijo.
Enseguida me di cuenta que era un poco tarde para llegar a tiempo a Huesca.
-¿Por qué no lo intentamos aquí? – sugerí.
-¿Aquí? – Ramón dudó – Bueno… es una pastelería, harina tendrán, y huevos a lo mejor también. A ver, voy a probar – finalmente se decidió.
Al momento apareció Habbiba, la pastelera, a quien le hizo falta poco tiempo para abastecernos de todo y preguntar curiosa:
-¿Para qué los queréis?
- Es para el pie, para hacerme un vendaje rígido.
Ramón le explicó detalladamente el percance, y cuando terminó, Habbiba nos contó que ella en Marruecos había sido curandera junto con su madre, pero que ahora, su marido celoso, presente en la pastelería, no la dejaba ejercer. 
      La situación logró, sin embargo, que su marido saliera un momento a la calle para hablar con otro hombre, momento que Habbiba aprovechó para decidirse y pedir a Ramón que se descalzara. Al instante, pude ver a Ramón retorcerse de dolor en su silla, mordiendo la solapa de su forro y llevándose una mano a la frente mientras daba repentinos saltos impulsado por el resorte eléctrico de su ligamento azotado sin piedad por los dedos de Habbiba. Pero la fe que Ramón tenía en la curandería era tan honda, que ni siquiera rechistó cuando la mujer lo hizo tumbarse en el suelo y empezó a darle pisotones contundentes en el canto de su pie desnudo. Yo estaba mudo, extraviado en una sensación extraña donde la esperanza inicial depositada sólo suscitaba ahora un leve vestigio de intranquilidad.
Habbiba hablaba muy fuerte:
-¡No estés tan tenso, chico, tranquilo!



Cuando por fin terminó el ritual, noté a Ramón un poco mareado.
-Ah, pues… me duele, me duele… - su voz era casi un susurro entonces.
Sin embargo, cuando llegamos a Huesca, tras haber pasado el viaje de vuelta rememorando como estrategia mutua de distracción la noche de fiesta del viernes con Loreto, Lorena y Cristina , Ramón fue explícito:
-Al fin, me encuentro mejor. Volveré – dijo.






1 comentario:

  1. Vaya, vaya!! Así que cambiastéis el frío y ventoso Moncayo por la espectacular Cresta de los Pepes...pues sinceramente, sin menospreciar el gran peñón maño, prefiero mil veces la recóndita cresta que recorrísteis de la inacabable Guara.
    Te dejo el enlace de mi experiencia por esos lares, a ver si te gusta:
    http://losdeltermob.blogspot.com.es/2015/07/cresta-de-los-pepes.html
    La próxima vez que pases por la panadería de Ayerbe comeros un "refollao", no vayáis sólo a que os den masajitos...
    Por cierto, con tu permiso, te he añadido a mi blog como favorito para tenerte más localizado.
    Venga majo, a ver cuándo es la próxima que estoy deseando leerte. Muac!!

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