sábado, 2 de enero de 2016

Venimos del frogfish

            Venimos del frogfish

            El 31 de diciembre volvimos a madrugar, esta vez para hacer el Ibón de Acherito. En el camping de Hecho nos detuvimos para que nos hicieran unos bocadillos. El camarero, un forestal enjaulado tras la barra del bar, antaño acostumbrado a la montaña y a la libertad, nos observó impertérrito. A pesar de su meridiana madurez, tenía una expresión árida y un aspecto impaciente. Con un nerviosismo exasperante, recorría el espacio que había tras la barra del bar de extremo a extremo, cabeceando taciturno y agarrándose fuertemente las dos manos por detrás. Se aproximó hasta nosotros, tomo nota de los bocadillos sin dejar de cabecear y se retiró a la cocina.
Mientras tanto, nos sentamos a una mesa a tomar unos cafés e infusiones y al poco rato la mujer que atendía se acercó a servirnos los bocadillos.
-No, no. Son para llevar – corregimos.
La mujer se fue y se lo dijo al camarero vinagreta, a quien la situación le produjo un cortocircuito mental.
-¿Para llevar? ¡Calentitos! – bramó.
Este hombre, dotado de un carisma natural para el cabreo, mientras bufaba y resoplaba envolviéndonos los bocadillos, transmitió un humor muy positivo al grupo.
Cuando volvimos a la barra a pagar y despedirnos, hicimos mención de lo adornado que tenían el local, dispuesto para la celebración del cotillón de Nochevieja.
-El cotillón de los huevos- rebufó el camarero.
Esta cómica situación nos acompañó mentalmente hasta la calle. Una vez fuera, contemplamos el apagón liviano de la llovizna, el agua cristalizada en los arbustos, y nos encontramos súbitamente embargados por la esperanza.


La ascensión al Ibón de Acherito fue ágil y entretenida. Ya en la cima, golpeados por la incansable determinación de un viento gélido y racheado, Raymon congregó al grupo:
            -¡Osca Power! ¡Armada! ¿Va a tener que venir la Benemérita por nosotros?
            -¡Noooooo! – repusimos.


            Finalmente, en el descenso, jugamos a adivinar qué nos sugería la forma de una mancha anaranjada de helechos que había en la ladera de enfrente. La precisión de las respuestas fue dispar: Una cara, un corazón, un camello… Montse y Carmen coincidieron en su veredicto:
            -¡Es un frogfish! –clamaron.
            Sacudido violentamente por la curiosidad, no tardé un segundo en preguntar a Montse qué era eso del frogfish . Su respuesta fue clarividente:
            -Yo siempre he creído que no venimos del mono, sino del frogfish –dijo.

El día que no subimos al Topota

El día que no subimos al Topota    

    
    -¡Osca Power! ¡Armada!- las palabras intensas, convincentes y apasionadas de Raymon hicieron que nos congregáramos en torno a él: - ¿Estáis listos para la batalla?
      Nos encontrábamos al pie del Mondoto. Una ladera parcheada por una vegetación anacrónicamente anaranjada nos aguardaba bajo un cielo despejado y amable del que milagrosamente había desaparecido toda la niebla, pero no nos fijamos en eso. Mediante la voz leñosa de Raymon, que tenía atrapada toda nuestra atención,  se nos mostró de golpe la prodigiosa verdad que nos rodeaba:
       -¡Al que no sube el Coculo le dan por culo, la que no sube Punta Acuta es una puta y al que no sube el Mondoto…!
       -¡Se le cae el escroto! – rubricó Chiri.


       La ascensión dio comienzo. A través de la paciencia de la brisa, las conversaciones de la larga hilera que formábamos se fueron entremezclando unas con otras y se asentaron en nuestra memoria como un murmullo de rocas antiguas. Paso a paso, atravesamos los suspiros matinales de los senderos, observamos la perseverancia imparable de un manantial estragado y finalmente nos asomamos a la expectación de la cima donde nos esperaba el resplandor deslumbrante de las dos de la tarde.
       Chiri ascendió con paso meditado y constante. Justo el día anterior, sabedor de que por la noche cenábamos en la mítica La Cadiera, se había mimetizado con las energías de la montaña mientras subíamos a la Ermita de la Virgen de la Peña desde Santa Cilia:
       -¡Beeeee! ¡Beeee! ¡Beeeeeee! – se puso a balar cuando atravesamos una valla donde ponía: “Ovejas sueltas”.


       -¡Griiiiiiiiiiiiirx! – alentó a la escuadra de buitres leonados que nos vigilaba desde lo alto.


      Esa mañana hablamos sobre kinesiología, la subcultura Emo y la nutrición ateniense. Por la tarde, visitando la Iglesia de Santa María en Santa Cruz de la Serós, estábamos paseando alrededor del edificio con Ancy, Belén y Javi cuando encontré a Chiri inmóvil junto al ábside, palpando en el aire con sus manos. Permaneció así un rato hasta que notó que yo me acercaba curioso a interrogarle.
       -El vórtice energético se encuentra siempre en los ábsides – dijo.


       Pero ahora, en lo alto del Mondoto, observando cómo se abría a nuestros pies el cañón del Añisclo como un gigantesco hachazo desde el cielo, yo estaba intranquilo porque Chiri no subía. Lo habíamos dejado a escasos doscientos metros atrás en compañía de Ancy, recuperándose porque según decía le costaba respirar. Al poco rato apareció Javi y dijo:
       -No suben. Ya está mejor, pero se han dado media vuelta.
       

      Raymon nos congregó en un corro, y abrazándonos todos los unos a los otros, exclamó emocionado:
       -¡Osca Power! ¡Armada! ¿Haremos el reto de los tresmiles?
      -¡Sí! ¡Lo haremos! – se oyó.
      -¿En esta, o en otras vidas? – siguió Raymon.
      -¡En otras! ¡En otras! – coreamos entusiasmados sin dudar.
       Estábamos presentes Cani, Montse, Tomás, Carmen, Paco, Marga, Diego, Javi, Belén, Raymon y yo.


       Esa noche vino Ligre a la cena y por fin pude dar a Luna y Sofía las almendras garrapiñadas que les había hecho mi madre.




domingo, 27 de diciembre de 2015

Chesu y el árbol caído

Chesu y el árbol caído

Con las manos en el volante, yo estaba aún totalmente amodorrado. El fogonazo misterioso del radar de la recta de Tierz bajo la luna blanquecina de las siete de la mañana abrió una hendija de lucidez en mi cerebro.
-¡Me cago en la putaaaaaaaaaaa, machoooooooooooo! – protesté inútilmente mientras mis ojos caían torpemente sobre la aguja del indicador de velocidad. 75 Km/hora. De un modo confuso pero urgente me di cuenta de que debía refrenar mis emociones.
Una vez que llegué a Huesca, Ramón bajó a la calle puntual y al poco rato llegó Chesu, a quien recibimos cantando:
-Cumpleaaaaaaños feeeeeliz…


Media hora más tarde estábamos desfilando por el sendero serpenteante que llevaba al Pico del Águila. Chesu caminaba dando largas zancadas y llevaba las manos entrelazadas en la espalda la mayor parte del tiempo. Su voz transmitía al hablar una tranquilidad natural y sus palabras brotaban con una cadencia serena y transparente. En un punto del sendero, encontramos un pino caído que lo atravesaba a modo de barrera y que había que sortear cruzando por debajo. Chesu sintió que la soledad momentánea del árbol no era más que un apremio parecido a la sed.
-Algún día, nosotros seremos un árbol caído también – dijo.


Al poco rato, una dificultad inesperada irrumpió en nuestra caminata. Una de las suelas de mis viejas botas al principio, y finalmente las dos, empezaron a despegarse por la parte de atrás. A cada paso, se soltaban un poco más y se sumergían en un baile deslenguado y febril, oscilando sobre el crujido de las piedras como dos rebanadas de plástico malogradas. Gracias a la pericia de Chesu, pude sobrellevar la situación mediante un apaño improvisado pero sólido de cinta, cuerdas y esparadrapo.
El cruce del collado del buitre situó ante mis ojos una ladera casi vertical de un barranco, sesgada por un par de pedreras que la recorrían de arriba abajo como cuchillos de nostalgia. Finalmente, al llegar a la cima me sobrevino una sensación de sueño repentina mientras sacaba el bocata de mi mochila y me sentaba volteando instintivamente mi cara hacia el sol.



Por la tarde, fuimos a la celebración del cumpleaños de Loreto, al que acudimos Carlos, Lorena, Lucía, Ángela, Raquel, Cristina, Monty, Ramón y yo.


domingo, 20 de diciembre de 2015

Alimoches, mallos y curanderas

Alimoches, mallos y curanderas

      Desalentado por su mala suerte, Ramón entró cojeando en la pastelería de Ayerbe. Atestiguó visualmente la variedad de repostería y dulces que había tras el mostrador, se dirigió trabajosamente hasta el fondo y tomó un taburete pensativo. Finalmente, pidió café descafeinado de máquina acompañado de un biscuit azucarado. A su lado, yo empecé a sorber con serenidad y fatiga acumulados el mío, recordando el aliento dulce de los arizones, bojs y robles que había permeado la brisa fresca del mediodía mientras desfilábamos por la cresta de los Pepes.



Habíamos pasado el día juntos. De mañana, habíamos presenciado cómo la solemnidad de Guara crujía por la desesperación de un mallo con silueta de tortuga tratando de desenclavarse de su mole, y aun cómo los alimoches olvidados desde hacía mucho tiempo aparecían por donde menos los esperábamos y se nos aproximaban en un coletazo turbulento de su vuelo a menos de un par de metros, mediante un acto que a mí me pareció casi místico y que me hizo contener la respiración. Emocionado por la consternación de los acebos que, crecidos ente la grieta de los mallos, hicieron estirar sus ramas hasta la exasperación de su savia, habíamos descendido poco antes un estrecho desmedrado que a mí me dejó doloridos los dedos de los pies. Pero no traté siquiera de comprenderlo, entregado por entero a la sierra con la abnegación de un aprendiz renovado, paseando por las crestas sin hacer caso de nada, movido por una especie de fascinación que se interrumpió bruscamente y fue sustituida por un miedo constructivo cuando descendía por el paso de las clavijas.



Pero ahora, el tintineo agudo de la cucharilla repiqueteando contra la taza del café de Ramón me devolvía a la realidad. Lentamente se detuvo. Ramón me miró, y sus ojos, postrados de un presentimiento y un desamparo remotos desde el momento en que su pie derecho pisara en falso provocándole un esguince cuando apenas faltaban doscientos metros para regresar a mi coche, destilaron una preocupación que me mantuvo alerta.
-Necesito harina y huevos – dijo.
Enseguida me di cuenta que era un poco tarde para llegar a tiempo a Huesca.
-¿Por qué no lo intentamos aquí? – sugerí.
-¿Aquí? – Ramón dudó – Bueno… es una pastelería, harina tendrán, y huevos a lo mejor también. A ver, voy a probar – finalmente se decidió.
Al momento apareció Habbiba, la pastelera, a quien le hizo falta poco tiempo para abastecernos de todo y preguntar curiosa:
-¿Para qué los queréis?
- Es para el pie, para hacerme un vendaje rígido.
Ramón le explicó detalladamente el percance, y cuando terminó, Habbiba nos contó que ella en Marruecos había sido curandera junto con su madre, pero que ahora, su marido celoso, presente en la pastelería, no la dejaba ejercer. 
      La situación logró, sin embargo, que su marido saliera un momento a la calle para hablar con otro hombre, momento que Habbiba aprovechó para decidirse y pedir a Ramón que se descalzara. Al instante, pude ver a Ramón retorcerse de dolor en su silla, mordiendo la solapa de su forro y llevándose una mano a la frente mientras daba repentinos saltos impulsado por el resorte eléctrico de su ligamento azotado sin piedad por los dedos de Habbiba. Pero la fe que Ramón tenía en la curandería era tan honda, que ni siquiera rechistó cuando la mujer lo hizo tumbarse en el suelo y empezó a darle pisotones contundentes en el canto de su pie desnudo. Yo estaba mudo, extraviado en una sensación extraña donde la esperanza inicial depositada sólo suscitaba ahora un leve vestigio de intranquilidad.
Habbiba hablaba muy fuerte:
-¡No estés tan tenso, chico, tranquilo!



Cuando por fin terminó el ritual, noté a Ramón un poco mareado.
-Ah, pues… me duele, me duele… - su voz era casi un susurro entonces.
Sin embargo, cuando llegamos a Huesca, tras haber pasado el viaje de vuelta rememorando como estrategia mutua de distracción la noche de fiesta del viernes con Loreto, Lorena y Cristina , Ramón fue explícito:
-Al fin, me encuentro mejor. Volveré – dijo.






lunes, 7 de diciembre de 2015

Trocitos de cielo

Trocitos de cielo


      Este fin de semana Eduardo, con ojos de nieve y felicidad, me insistió en que iniciara un blog y yo, conmovido por el trajín de las raquetas extenuadas por la travesura espontánea de nuestros pasos, sin darme cuenta, me dejé llevar por los senderos de una conversación que me ascendían a la respiración de un Portalet desperezándose bajo el aguijoneo constante de nuestros bastones y nuestras bromas, mientras sentía cómo una inquieta curiosidad ardía bajo mi térmica.
- ¿Un blog?- la sacudida de la idea casi me hizo tropezar.
- Tienes que volver a escribir, Mariano - replicó.
     Estábamos Lorena, Monty, Loreto, Ramón, Paco, Eduardo y yo, quien ignoraba por completo la geografía de las redes sociales de las que mozé me hablaba.




    

      Poco después, cuando llegamos a la cima, sentí que recuperaba un trocito de cielo que las calles de Zaragoza me habían arrebatado y, sin lograr explicármelo todavía, estuve dando varias vueltas completas sobre mí mismo, respirando lentamente, asomándome al alborozo solemne del paisaje que nos rodeaba. Entonces lo supe.
      El lunes por la mañana, ya en Barbastro, una vez extinguido el itinerario matinal de unas compras hacía tiempo planificadas, regresé a casa y saqué hora y media de mi tiempo para escribir unas líneas.
      Me venían a la cabeza momentos valiosos y desordenados que no quería olvidar, como el instante en que el cráneo del sarrio que encontró Monty decidió rodar ladera abajo y permanecer en la montaña, o el del inexplicable estruendo metálico de las chanclas de Paco bajando por las escaleras de su casa, o la comicidad del acento vasco que ponían Lorena y Loreto para hablar de la película "Ocho apellidos vascos", o la llamada telefónica intempestiva de Ramón a Paco a las tantas de la madrugada para que escuchara la canción "Paco, Paco, Paco, que mi Pacooo", o la pendiente helada que desistimos de atravesar por la imposición de la prudencia, o el susto que dimos a Marga y Modesta agazapados tras el sofá del salón, o el que me llevé yo cuando Loreto, Lorena y Monty me hicieron creer que no teníamos habitación para dormir.


           Eduardo me habló de fotografías, caminos y haikus. En verdad, mientras el quejido de la nieve despertaba a nuestro paso, yo escuchaba sus ideas, asombrado por la forma en que el mundo estaba cambiando. Me di cuenta de que no había prestado atención a internet. De que no comprendía la necesidad de tener Instagram, Twitter o Apps. Lo que más me inquietó fue una visión fugaz de que lo extraño era lo mío. Entonces, en vez de bromear, me dejé saturar por una suave sensación de descanso.
      - Eduardo, voy a hacer un blog - le dije.